La palabra es un poderoso soberano. Gorgias.
La de hoy corre el riesgo de ser una columna aburrida. Yo te sugiero que no la leas, estimado lector. Para ya de leer y vete, ipso facto, con otro columnista. No pierdas tu tiempo. Si persistes tu lectura es bajo tu propio riesgo.
Hay lecturas que podemos llamar “libros espejo”, narrativas con las cuales nos identificamos como si las palabras plasmadas fluyeran directamente de nuestro subconsciente. Me pasó cuando leí “Guerra y Paz” de Tolstoi. Me está sucediendo ahora que estoy leyendo “El Infinito en un Junco” de Irene Vallejo, española nacida en Zaragoza, quien a sus 42 años logró el nivel doctorado en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia.
Filología es una carrera que yo hubiera estudiado de haber sabido en su momento que existía. Es algo así como el amor preciso y enfocado por las palabras, más puntualmente la ciencia de las lenguas o de una lengua en particular, de su historia y de su gramática.
La pregunta obvia de los jóvenes que pudieran estar leyéndome sería: ¿De qué voy a vivir si escojo esta carrera? Pues muy fácil. De ayudar al 100% de los políticos a construir su oratoria y su forma de comunicarse con su audiencia, ya sea electoral o ciudadana.
Esto, en la época en que vivimos es oro molido porque la única forma de conocer el pensamiento de los pueblos, entiéndase también del electorado, es a través del lenguaje. A partir de este momento, la ciencia de la filología ha ido avanzando hasta lograr en el siglo XX su autonomía de otras ciencias. Es el punto de partida para una óptima oratoria, tan necesaria para persuadir y que esa persuasión se convierta en votos.
Va más allá de los 11 principios de la propaganda de Joseph Goebbels y los nazis. Tiene que ver con lenguaje y cultura. Con el estudio de personajes que nos motiven a ser mejores en lo que a palabras se refiere.
Irene Vallejo nos comenta en su libro al respecto de Demóstenes, quien quedó huérfano de padre a los siete años y le dejó un patrimonio suficiente para vivir sin angustias económicas, pero sus tutores derrocharon la herencia. Su madre no tenía dinero para pagarle una buena educación. Pasaban apuros. Era blanco de burlas por su aspecto flaco, enclenque y delicado. Nada que muchos de nosotros no hayamos conocido en nuestra etapa de estudiantes.
En un principio la oratoria no era el fuerte de Demóstenes, hay evidencia histórica para suponer que tartamudeaba. Nos cuenta Irene Vallejo que este personaje venció sus problemas con sádica disciplina. Se obligaba a hablar con piedras en la boca, corría para fortalecer sus pulmones, ensayaba en casa frente a un espejo de cuerpo entero, repitiendo frases y haciendo poses.
Nos deja en claro que Demóstenes, pobre, huérfano, tartamudo y humillado, años después se convertiría en el orador más famoso de todos los tiempos. Los antiguos griegos, como los norteamericanos de hoy, adoraban una buena historia de superación. “El infinito en un junco” debe ser lectura obligada en las escuelas de Tamaulipas, pues nos enseña la importancia de ser educados para ser expertos en la palabra.
Vallejo nos dice que los griegos tuvieron fama de grandes charlatanes y de litigantes inagotables, toda su educación ensanchaba la esfera de los discursos y con ello tenían la posibilidad de hablar ante sus conciudadanos en la Asamblea, adoraban el parloteo ininterrumpido que era el ingrediente principal de su vida cotidiana desde al ágora hasta el parlamento, hoy pudiéramos decir, desde el barrio hasta el congreso.
Querido y dilecto lector, es importante inculcar a nuestros jóvenes el amor a las palabras para que ellos puedan construir argumentos incisivos, tanto en la oratoria como en la capacidad de debate. Que el conocimiento de las palabras les dé capacidad para debatir, para comunicarse, para saber expresarse.
Irene Vallejo nos comparte una delicia. Dice que las interminables acusaciones personales y la imputación de bajos motivos al adversario, añadían un interés morboso, casi pugilístico, a los debates. Llegaron a perfeccionar hasta tal punto el arte de vapulearse unos a otros con ingeniosos insultos que el espectáculo debía ser hipnótico. Las cuestiones de las formas correctas importaban menos que la astucia de la argumentación.
Hoy creo que esta influencia ha ensanchado mi amistad con los miembros de La Mesa de Vallevisión, así como Ernesto Parga y Jorge Pérez, con quienes tengo el gusto de polemizar en medios por maneras distintas de ver la vida y la política. Es fascinante.
Por último, el día de ayer Mario López se destapó como precandidato para la gubernatura del Estado de Tamaulipas. Fue huérfano de padre como Demóstenes. Hoy está frente a uno de los retos más grandes de su vida. Sabe que la política eficiente es efectiva y puede actuar poderosamente sobre el estado de ánimo de la gente, conmoviendo, alegrando, apasionando, sosegando.
El tiempo hablará.