En la columna de hoy vuelvo al nepotismo ilustrado ya muy característico, pues cuando entiendes que lo mejor que te pudo haber sucedido en esta vida, con todo y sus claroscuros, es tu familia, no se tiene empacho por compartir los logros de sus miembros, que en estricto sentido dicho logro nos pertenece a todos.
En medio de la desbandada de lluvias que vivimos en Matamoros me llegó una muy grata noticia, mi hija se acaba de graduar de High School y le otorgaron el “Cum Laude” que indica el nivel de rendimiento académico; dicha alocución significa literalmente “Con alabanza, con elogio” y se aplica a la máxima calificación académica.
Perdón pero voy a describir a mi hija con los ojos del papá chiflado que la adora. Ella posee la enorme ventaja de inspirar el amor con la gracia de sus modales al ser una de esas criaturas que cumple todas las promesas que hace su hermosura. No me voy a medir en elogios para mi hija Monserrat, la niña de mis ojos.
Entró en nuestras vidas el 13 de junio de 2004 y cuando los contornos de su vida eran apenas un trazo fino de tinta pálida, desde entonces aprendió a lidiar con el cúmulo de contradicciones que es vivir en este planeta, y frente al divorcio de sus padres cuando ella tuvo edad para entender, pronto supo concluir que no valía la pena darle vueltas a la realidad que a cada quien le ha tocado vivir. Aprendió a adaptarse pronto y a no quejase. Desde entonces me fue imposible imaginar mi existencia sin estar vinculada a ella.
Cuando un padre ama tanto a su hija el mundo de posibilidades teóricas para su vida es infinito. Recuerdo que desde pequeña me lanzaba una de esas miradas inteligentes que son el lenguaje más dulce del amor. Hoy más que nunca la vida de mi hija es un tropel de recuerdos muy propio de la existencia misma en donde ha habido cosas tristes pero también alegres.
Como buen papá cuervo que soy me parece una jovencita muy espabilada, ya que tiene mucha facilidad para percibir y comprender las cosas, además de que se desenvuelve bien ante los problemas y sabe aprovechar las oportunidades en beneficio propio.
Con mi hija Monserrat me sucede que los dos, desde siempre, hemos sentido una de esas conmociones vivas cuyos efectos sobre nuestras almas de padre y de hija pueden compararse a lo que produce una piedra lanzada al fondo de un lago generando ondas en forma concéntrica. En nuestras largas conversaciones las reflexiones más dulces nacen y se suceden, indefinibles, multiplicadas, a veces sin objeto, simplemente agitando nuestros corazones frente a ese momento mágico en que ubicados uno frente al otro tenemos la certeza mutua de sabernos excepcionalmente amados.
Cuando el receso de sus estudios le permite visitarme, mi regla de conducta es simplemente mirarla desenvolverse alegremente. La adoro, me cautivaba su risa, saboreo dulzuras infinitas al sentirla en mi entorno, sana, plena, viviendo su momento en que lanza la sangre de la vida a todas sus venas.
Al enterarme del reconocimiento “Cum Laude” súbitamente me invadió una avalancha de emociones que me llevó a un estado catatónico denominado vahído, que me hizo perder el control de mí mismo y la única salida fue el llanto que produce la inmensa felicidad y la indescriptible satisfacción de padre. Y ahí me tienes, sesudo lector, llorando por el logro de mi hija.
Recordando su entusiasmo cuando ingresó a la escuela con la incertidumbre cargada de sueños; y hoy esa jovencita pícara, extravagante, loca como su papá y sublime como ella sola, me ha dado una razón para afirmar que vale la pena vivir para ayudar a otros a cumplir sus metas.
Siempre he visto en ella cierta particularidad misteriosa y exclusiva que existe en su rostro, lo diferencia de otros, la hace peculiar, única y sin repetición. Hay cierta poesía y misterio en todo ello. Mi mente y mi inspiración de escritor están atrapadas en el enorme resplandor del logro de mi hija.
Todo el mundo nace con algún talento especial y Monserrat descubrió temprano que ella tenía dos: buen ojo para leer a las personas y que el silencio inteligente la empodera frente a cualquier circunstancia; y como lo que se olvida es como si nunca hubiera sucedido hoy como padre con estas letras lo dejo plasmado como un extraordinario recuerdo que gustoso comparto con mis lectores.
Querido y dilecto lector, un logro que hay que gritar a los cuatro vientos. Hablando napoleónicamente me gusta que el final de esta etapa escolar le sepa más a Austerlitz que a Waterloo, el que sabe de historia universal entiende.
En alguna ocasión, junto con su hermano Isaac diseñamos un neologismo que hasta la fecha lo usamos. No es suficiente decir te quiero, ni te amo, ni te adoro, mejor te quiamodoro. Felicidades Monserrat.
El tiempo Hablará.