La batalla de Waterloo.

La Historia es una extraordinaria maestra cuando se atienden todos los detalles que la conforman, aun los que parezcan los mas insignificantes. Esta cargada de elementos imprevisibles, minúsculos pero determinantes que pueden ser escuela de vida para todos nosotros.

No leas la presente columna como una historia conocida. Atiende los detalles pequeños y espero que de ellos rescates una buena lección de vida que eventualmente pueda ayudarte en el camino de tu vida.

La batalla de Waterloo fue un combate que tuvo lugar el 18 de junio de 1815, hace justamente 204 años, se llevó a cabo en las proximidades de Waterloo, una población de la actual Bélgica situada a unos veinte kilómetros al sur de Bruselas, entre el ejército francés, comandado por el emperador Napoleón Bonaparte, contra las tropas británicas, holandesas y alemanas, dirigidas por Arthur Wellesley, mejor conocido como el duque de Wellington.

El destino es altamente impredecible. Eso podemos aprenderlo para aplicarlo en nuestras vidas. Curiosamente esa mañana Napoleón estaba muy contento. No vislumbraba en lo más mínimo la derrota que el destino le tenía preparada. La soberbia de su postura en parte tenía razón, pues el plan de batalla que había concebido era, en efecto admirable.

Definitivamente tenemos mucha enseñanza de este corso emperador, al percibir su reacción ante la adversidad. Había tenido algunos contratiempos pero todos esos tempestuosos incidentes, pasando como nubes de batalla ante Napoleón, ni habían turbado casi su mirada, ni habían podido nublar aquella faz imperial haciendo que dudase.

Napoleón estaba acostumbrado a mirar la guerra fijamente; no se agobiaba con la suma dolorosa de los pormenores, las adversidades no lo dominaban con tal que diesen este total: Victoria. Si el principio salía mal, no se alarmaba por esto, porque se creía dueño y poseedor del fin; sabia esperar poniéndose como fuera de la cuestión, y algo muy soberbio de su parte, quizá error y virtud, trataba al destino de igual a igual. Parecía decir a la suerte: “No te atreverías”. De ese tamaño su soberbia o su autoestima, usted juzgue sesudo lector.

Medio luz y medio sombra, Napoleón se creía protegido en el bien, y tolerado en el mal, como muchos de nosotros, ni más ni menos.

Su seguridad llegaba al extremo de creer tener un acuerdo, casi una complicidad con los acontecimientos, equivalente a una invulnerabilidad. Se creía imprudentemente invencible frente a lo que iba a ser la derrota de su vida.

Wellington, el inglés, le hizo creer que ganaría al retroceder un poco en el campo de batalla. En realidad se rehacía, pero se ocultaba. En ese momento Napoleón medio se incorporó sobre sus estribos. Había entrevisto el brillo de la victoria, significaba la derrota definitiva de Inglaterra por Francia. “Ganó” la batalla antes de ganarla y ese fue su error. Lo mismo le sucedió a Brasil frente a Uruguay en el Maracanazo en 1950, pero eso es futbol, lo más importante de lo menos importante diría Jorge Valdano.

Regresemos al campo de Batalla en Waterloo, Napoleón meditaba, examinaba las laderas, observaba las pendientes, escudriñaba el conjunto de los árboles, parecía contar cada matorral. Se enderezó y reflexionó: “Si Wellington retrocedió, solo falta concluir este retroceso con una derrota completa”.

Querido y dilecto lector, es justo en este momento donde se origina en la febril mente de Napoleón la derrota de Waterloo. Pues es cuando se vuelve bruscamente a su asistente y envía, antes de tiempo, a París un correo a todo galope para anunciar que había ganado la batalla.

En ese momento nadie se atrevió a contrariarlo. ¿Quién lo haría? Napoleón era uno de esos genios de donde sale el trueno. La escenografía de guerra era la de hombres gigantes montados en caballos colosales. Unos auténticos hipantropos, hombres-caballos. Aquella masa de seres humanos se había vuelto un monstruo y no tenía más que un alma. No había el más mínimo espacio para pensar en la derrota.

Los ingleses ocultos, con su mejor arma existencial que aún tienen, su paciencia, esperaban tranquilos, inmóviles, mudos. No veían a los Franceses, ni los francés a ellos pero oían subir aquella marea de hombres. De pronto sucedió una tragedia no contemplada por nadie. Así es la vida. Los franceses se detienen lanzando un clamor horrible. Al llegar al punto culminante de la cresta, desenfrenados en toda su furia, y en su carrera de exterminio contra los ingleses caen en un foso, una zanja. Un accidente no previsto pero muy determinante en la balanza que determina los hechos en la historia universal.

Aquel instante fue espantoso. Ahí estaba un barranco inesperado, abierto a pico bajo los pies de los caballos con una gran profundidad. La segunda fila empujo hacia él a la primera y la tercera a la segunda, de tal forma que la fuerza adquirida para destruir a los ingleses, como un capricho del destino destruyo súbitamente a los mismos franceses.

Este fue el principio de la perdida de la batalla. Alguien no verifico el campo de batalla en forma apropiada. Fue posible que Napoleón ganase esta batalla. Las circuntancias no previstas fueron determinantes en la Historia Universal. Justo como nos sucede en nuestra vida personal. Este tema da para mas.

El tiempo Hablará.

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