En días pasados estuve dialogando con un buen amigo referente a los casos de nuestra ya lejana infancia, a la cual podemos catalogar de cuaternaria. Llego a la conclusión de que el ardor y la irreflexión son a cierta edad virtudes y defectos que se van difuminando conforme los años van sumando tiempo en nuestras vidas.
Este amigo aludido me comentó que en cierta ocasión su mama lo obligó a devolver un fajo de billetes que él, afortunada o desafortunadamente se encontró en las afueras de una tienda en la ciudad de Brownsville. El policía que acudió al llamado argumentaba que de no haber quien reclamara como suyo dicho bien, el entonces niño, ósea mi amigo, tenía el derecho de pertenencia, a lo que su madre, empecinada en una honestidad chocante, ratificaba su negativa para que mi amigo disfrutara de las mieles de tal suerte, argumentando que de origen ese dinero no pertenecía a su hijo y que alguien andaría angustiado buscando el fajo de billetes.
La historia, más que una comedia me parece una tragedia desde el punto de vista del infante que entonces era mi ahora estimado amigo. De haberlo conocido entonces no hubiera perdido la oportunidad para hacerle bullying. El destino es, desde nuestra cuna hasta nuestra tumba, una fuente constante de imprevistos asombrosos y a veces dolorosos.
Recuerdo que, también en mi infancia, acompañé a mis padres a una tienda y en lo que ellos hacían sus cosas me puse a jugar con las billeteras que tenían a la venta, resulta que en una de esas billeteras me encuentro con un billete de mil pesos cuando el dólar estaba a 12.50 en su primera vuelta, antes de suprimir los ceros con Salinas. Eran 80 dólares de los de antes. Una fortuna para un menor de edad. Mis padres me permitieron quedarme con dicha cantidad, pero como nunca el dinero ha sido mi mayor aspiración, virtud y defecto, no recuerdo qué sucedió con dicho dinero, seguramente mis padres lo administraron e hicieron con él, lo que consideraron más conveniente.
Creo que en ambos casos, a riesgo de que suene a cebollazo, es decir el halago de uno mismo, tanto los padres de mi amigo como mis padres lo que querían era evitar que, por un golpe de suerte fuéramos como aquellos que quieren la fortuna sin el trabajo, la gloria sin el talento y el triunfo sin esfuerzo.
Antes de abordar el siguiente punto, que tiene que ver con encontrarse cosas, debo aclarar que en tiempos pasados para hablar mal de un presidente se requería mucho valor, hoy es al revés, ese valor se requiere para hablar bien de cualquier presidente. Pero como en esta ocasión no es hablar ni mal, ni bien, es solo una puntualización de interpretación de un hecho.
Alguien que se encontró con un halago sin buscarlo es nuestro presidente municipal Mario López, quien recibió de parte de Héctor Garza González, quien hoy es funcionario federal de la Secretaria de Educación Pública y que fue candidato de Morena a gobernador de nuestro estado un halago. El susodicho personaje se le ocurrió decir de su ronco pecho que el mejor alcalde de Tamaulipas era precisamente su anfitrión matamorense.
Dicha afirmación suscitó una serie de comentarios y suspicacias en redes sociales que, en lo personal encuentro absurdo y sin fundamento, pues en primer lugar no fue el alcalde quien lo dijo, ni si quiera un empleado suyo. Fue un tercero que sus razones tendrá para querer quedar bien con Mario López. Ese es otro boleto.
Cambiando abruptamente de tema, para llenar espacios, querido y dilecto lector, la vida es resultado de dos principios antagónicos; cuando el uno falta, padece el otro. Analizando a mis hijos y otros entes humanos me doy cuenta que la vida es tan irónica que cuando se provee a todo, se suprime el deseo como tal, ese rey de la Creación que consume una suma enorme de energías morales. Por ejemplo, el calor extremado, la extremada desgracia, la dicha completa, todos los principios absolutos reinan sobre espacios desnudos de frutos.
El problema de la eterna bienaventuranza es uno de aquellos cuya solución solo Dios conoce en la otra vida. La mujer acabo por encontrar cierta monotonía en un Edén sin carencias; la perfecta dicha que la primera mujer gozó en el paraíso terrenal provocóle esas nauseas que dan, a la larga, las cosas dulces, y le hizo desear encontrar algún lobo en la cabaña. Tal, en todo tiempo, parece haber sido el sentido de la emblemática serpiente a la que Eva presto oídos, probablemente de puro aburrida. Puede que la moraleja parezca muy aventurada, que no me lea mi madre, a pesar de mi edad me agarraría a cintarazos.
Quizá Eva sentía en su alma una inmensa fuerza sin empleo; su felicidad no la hacía sufrir, transcurría sin pena ni duelo, no temblaba a la idea de perderla. Este material da para mucho más.
El tiempo hablará.