Podremos negarlo cuanto queramos, pero todos los seres humanos tenemos siempre cubierta, con una cortina de negación, al menos una parte de la realidad, para protegernos de dolores que no estamos preparados para afrontar.
Esto es normal. En todas las etapas de la vida. Evita la locura. ¿Qué niño puede, por ejemplo —aún con la ayuda adecuada en el momento oportuno—, afrontar correctamente el abandono, el maltrato o el abuso? Tenderá a ocultar para sí mismo, a suavizar, justificar o hasta a cambiar imaginariamente la porción de realidad que le duela más.
Quien no recibió ayuda adecuada en el momento oportuno, es probable que tarde mucho más en digerir emocionalmente sus realidades, pasadas y presentes; o que nunca lo haga. Éste es, desafortunadamente, el común denominador. La mayoría no somos, en nuestro potencial dañino como adultos, más que niños asustados y enojados, haciendo berrinche para salirnos con la nuestra, y por tanto adultos inseguros, coléricos, insatisfechos y miedosos, evadiendo la vida.
En estas circunstancias, emocionalmente infantiles, nos resistimos más de lo necesario al dolor, que por tanto crece, todo lo invade sin que nos demos cuenta, hasta que se “normaliza”, porque, claro, lo negamos. Para mejorar este mundo, concretar la justicia social que deseamos y la felicidad personal que sin excepción buscamos, tenemos que educarnos para el desarrollo psicoemocional sano y la colectividad responsable, en las escuelas y las familias.
Las emociones son como los músculos: es necesario fortalecerlas, desarrollarlas, poco a poco, para que puedan cargar con el peso de nuestras mentes, que a su vez deben ser ejercitadas para ser creativas. Es imposible vivir afrontándolo todo tal cual viene en el momento en que viene. El crecimiento es un proceso, no un suceso.
Resistirse a procesar el dolor ayuda momentáneamente, pero no resuelve nada. Eventualmente habrá que hacerlo. Mientras más rápido mejor, o perderemos cada vez más contacto con nuestra realidad, de manera que viviremos inconscientes en la mentira de que los otros pueden y deben llenar nuestras carencias, y que lo harán en la medida en que seamos guapos, ricos, inteligentes y carismáticos, populares o poderosos; atributos en los que erróneamente hemos depositado nuestra identidad, de manera que si no los poseemos no somos nadie y si los perdemos dejamos de existir.
Por eso es que perder riquezas, estatus, poder, notoriedad y dominio es la muerte para quien sólo ve eso en su persona; es decir, para quien deposita en esos elementos paradigmáticos su importancia personal, el sentido de su propia vida.
Ser más que eso; simplemente ser, sin autodefinirse, es puramente cuestión de comprender el proceso del dolor, no como una prueba de la vida ni como un inconveniente, una perturbación o algo indeseado, sino como un síntoma.
El objetivo no es enfrentar el dolor por sí mismo y salir airoso, sino ir a su fuente. El dolor es sólo un indicador de que algo no anda bien, está enfermo o herido. Eso es lo que hay que atender.
Lo primordial para encarar el dolor e ir a su fuente es aceptar que en este preciso momento hay algún aspecto de su vida, un suceso, una emoción generalmente, una situación, que usted está negando, y que esto es normal. Y es que el poder de la negación radica en que puede negarse a sí misma, de manera que se vuelve invisible.
El manejo del dolor sólo es posible mediante una habilidad que se llama templanza, que se va adquiriendo con la resolución de las crisis internas, si no le da por negarlas. Tenemos que salir de estos procesos críticos suficientemente duros y a la vez flexibles, como para enfrentar retos cada vez mayores sin quebrarnos, pero adaptándonos. Adaptación es la forja de la madurez.
Ah, y algo muy importante: el miedo al dolor se vence sintiendo dolor.
(Militante del PRI)
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