Querido hermano Guillermo:
Apenas sé por dónde empezar; anhelo tus aniversarios luctuosos porque me gusta escribir de ti; sé que suena algo trillado, pero eso de que los seres amados no mueren del todo si no los olvidamos es muy cierto. Tu recuerdo me persigue y me atrapa en los momentos más inesperados. Muchos pasajes de nuestra vida compartida me llegan; se te daba muy bien eso de la guitarra y por consecuencia muchas canciones me hacen recordarte inevitablemente, al escucharlas juraría que estás ahí a mi lado. Te pienso mucho teniendo de fondo la nostálgica música de Paul Mauriat.
Te cuento que en días pasados tuve un hallazgo literario que me trasladó a nuestras pláticas, debo decir dialécticas filosóficas; una frase del escritor Jack London que me trajo la imagen nítida de tu rostro cuando conversábamos. Este tipo, de quien pienso devorarme los libros que ha escrito, dijo que “la función del ser humano es vivir, no existir. No voy a gastar mis días tratando de prolongarlos, voy a aprovechar mi tiempo”. Hasta ahí la cita.
Este autor es para mí toda una serendipia, pues lo encontré sin andarlo buscando. Al leerlo hice una pausa y sumariamente determiné que esa frase te definía puntualmente, porque más que existir en tu vida la viviste en cada espacio de tu tiempo, ese tiempo que a veces nos parece infinito y que la vida misma nos demuestra que no lo es.
Recuerdo que leías para dar reposo a tu espíritu y al de tus pacientes. Estudiaste y trabajaste incesantemente con una plácida exaltación porque tus conocimientos peculiares de la vida te llevaban a poder ayudar a otros. Amaba la imperfección de tu vida porque eras mi hermano. Contigo me ahorraba la necesidad de estudiar muchas cosas pues siempre actuabas con una seguridad matemática y con una expresión de satisfacción intensa en el semblante.
Mañana miércoles 21 de septiembre se cumplen dos años de tu partida y el torrente de recuerdos me cae en cascada por esa ausencia tuya que nos llegó de súbito y de manera inesperada. Eso de que ya no estas con nosotros es relativo, mi subconsciente asume con enorme certeza que sigues aquí y que te volveré a ver en cualquier momento, en cualquier lugar. Yo le llamo la inercia de tu existencia.
Tantas veces que hablamos tú y yo de la muerte como ese momento inexorable agazapado en el futuro de todos los seres humanos y nunca pensamos que nos llegaría tan pronto, aunque bajo la óptica de una vida eterna como nos educaron nuestros padres, eso de decir “tan pronto” también es relativo; la muerte solo nos llegó como la sentencia contundente del Tribunal de la vida contra el cual no hay argumento que aminore la sentencia. La gente no se muere poquito, cuando llega es sin atenuantes.
Debo confesarte algo que parecerá una monstruosidad existencial de la cual presumo una culpabilidad compartida contigo por nuestras innumerables pláticas filosóficas que tuvimos. ¿Te acuerdas cuando coincidíamos que llorar desconsoladamente por un ser que se fue no era síntoma de madurez sino de culpa? Una afirmación muy arriesgada pues cada quien se enluta por sus muertos como el corazón le dicta.
Pues Guillermo, no te he llorado como en determinado momento lo supuse en vísperas de tu deceso. La muerte de papá y mamá tiene otro sabor muy diferente a la tuya. Tú y yo nos devoramos la vida juntos. Lloramos y nos consolamos sin recato, y reímos hasta suplicar una tregua por el dolor que tanta risa causa en el estómago. Tus ocurrencias en medio de situaciones solemnes de familia eran muy divertidas, mucho de eso quedó en mí, hoy soy especialista en hacer chistes en momentos inapropiados y como siempre, Adriana, nuestra hermana, me llama la atención.
No te lloro, pero te recuerdo mucho en cada rincón de la casa de nuestra infancia, la misma que nuestra madre a quien le decíamos “mami” nos ponía a limpiar como condicionante para salir con los amigos. Las casas de la infancia son un amplio compendio de tumultuosos recuerdos de las vivencias que teníamos cuando éramos felices y no lo sabíamos.
Te cuento también que fui a la boda de tu hija Mónica en la cual tuve una sensación muy mística, de ese misticismo que muchas veces nosotros criticamos y hasta que no lo vives lo entiendes. Estábamos en la orilla de la playa, tu hija vestida de blanco casándose con el buen Gustavo; y repentinamente sentí el peso de tu presencia y traté de verte en medio de la arena, de ese cielo aborregado por las nubes y la intensidad del sol y le dije a mis hijos: Aquí está tu tío.
Realidad o ficción, lo cierto es que ratifiqué que tú no te irás mientras no te olvidemos.
El tiempo hablará.