Cosas de la vida (II)

Toda lectura es un recipiente donde reposa el tiempo. Irene Vallejo.

Perdón que desentone con el tema del momento que alude al 8M, Día Internacional de la Mujer, pero quien leyó mi anterior columna comprenderá que me quedé a medias analizando mi yo pretérito en el relato de un evento de mi infancia. Y no es que me gane el protagonismo, pero una vez empeñada la palabra para finiquitar el relato iniciado hay que abonar al punto. Aunque me preocupa que nunca las reincidencias son mejores que las incidencias.

Una vez que mi padre, a quien me referiré como el ingeniero, entendió que su hijo menor de trece años, o sea yo, había estado fumando a hurtadillas se aplicó para imponer su disciplina. Me quedé en el relato que había chocado su mano derecha contra mi rostro, justo en el espacio que ocupa mi comisura bucal. La sangre comenzó a fluir y en vez de asustarme recuerdo que la quise usar como elemento de juicio para doblegar emocionalmente al ingeniero.

Con mi mano toqué mi boca y me traje en ella la evidencia de la hemorragia, después de verla con aire de tragedia triunfal se la mostré al ingeniero, esperando sembrar en él un sentimiento de culpa que provocara una reacción de arrepentimiento, pero ni se inmutó, y solo dijo con una voz de militar que me retumbó en los oídos: “Vamos adentro de la casa con tu madre”.

Yo hubiera querido llamar a Derechos Humanos, pero entonces, a tan tierna edad ni sabía que existía, lo que si intuía era que existía la Suprema Corte de Justicia personificada en la figura de mi madre, a quien me referiré en lo sucesivo como la química. A ella caminamos con aire pausado, yo ilusamente pensando que mi madre era mi aliada, pero no, para efectos de este relato en mi inteligencia de niño fue más química que madre.

Subimos las escaleras, yo procurando que la sangre que salía de mi boca fuera más evidente para doblar el corazón de la química, en un principio lo logré, pues ella, sentada doblando ropa, interrumpió sus actividades y trato de consolarme diciendo: “¿Qué te paso mijito?” Y cuando quiso tocarme el ingeniero siguió en su papel inquebrantable de militar y con aire ostentosamente imperativo dijo: “No lo toques, dile lo que andabas haciendo”.

A la química le ganaba su naturaleza materna y yo lo sabía, quise jugar con eso a mi favor pero el ingeniero estaba en un plan de sustancial inmisericordia y de cero tolerancia. Ella volvió a intentar consolarme por la pequeña hemorragia que yo quería hacer más grande de lo que era; el ingeniero volvió a decir pero con más determinación: “No lo toques, dile lo que andabas haciendo”.

Yo volteé a ver a mi padre como diciendo: “A esas vamos ingeniero”. Y decidí jugar mi última carta. En mi fuero interno pensaba que con una buena actuación y con la sangre en mi boca esa partida era pan comido para mí. Luego, asegurándome de que la química viera la hemorragia del más pequeño de sus hijos, traté de ganarme su lástima con llanto, agachando la cabeza y con una voz exageradamente melodramática le dije: “Estaba fumando”.

Pensé que con lágrimas, sangre y un poquito de actuación lograría poner a mis padres en un pleito marital que me salvara a mí del escollo. Con un aire triunfal de íntima soberbia, casi puedo afirmar que para mis adentros decía yo: “Tómate esa ingeniero, una prodigiosa trampa, de esta nadie te salva”.

Justo estaba pensando eso con el rostro abajo sin mirar a mis progenitores, cuando la realidad me llegó como un desfibrilador, como un rayo que fulminó todo índice de soberbia infantil escondida. La mano de mi madre aplicó lo que mi padre ya había hecho momentos antes. Ahora la hemorragia salía por dos lados.

“Se me va al baño inmediatamente y se limpia todo lo que tenga que limpiarse, esta noche se queda sin cenar”. El ingeniero y la química dos, el hijo soberbio cero.

Querido y dilecto lector, hoy puedo decir que perdiendo, gané. Aprendí mi lección. La historia real y documentada que voy rescatando de mi memoria, me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, no gracias a mí, sino a pesar de mí, la forma de un relato que espero encuentres ameno y útil.

Y al entender que todos tenemos una historia que contar, la cual se puede originar en nuestra propia vida, me pregunto yo mismo cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos que recuerdo de mi propia vida, bajo el músculo y la sangre de mi febril imaginación, que en cuestión de narrativa raya casi en la megalomanía por aspirar a igualar los relatos de Borges. De ahí para arriba.

El tiempo hablará.

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