El peor momento del ateo es aquel en que se siente agradecido y no sabe a quién dar gracias. Gilbert Keith Chesterton.
Nos quedamos de ver en un sitio común para los tres, y convivir en medio de ciertas viandas y amenizados con una plática que fluye y se hace más interesante precisamente por nuestras diferencias en interpretar el mundo que nos ha tocado vivir. En una parte de la mesa estaba un católico con toda su humanidad solemne muy al estilo de Chesterton y cuidando dar un buen testimonio, en otro punto geográfico de la mesa estaba el ateo con un toque irreverente y su inteligencia muy al estilo de Albert Camus, absurdo como él; y yo con mi pensamiento de cristiano evangélico muy parecido a C. S. Lewis. Tremendamente disímbolos pero siempre abiertos y respetuosos.
Hoy mi columna es más bien una semblanza con tintes nostálgicos deliciosamente escrita, pues cuando veo la profunda y sincera amistad que puede haber entre formas distintas de pensar no puedo más que dar gracias a Dios y a la vida por permitirnos este privilegio de aprender de aquellos que piensan diferente.
Y la plática cobró especial relevancia cuando mi amigo el católico trajo a colación una palabra que para mí era todo un neologismo. Nos preguntó con la presunción del que sabe que va a aportar algo de mucha relevancia, lo transpiraba en todo su ser. ¿Saben qué significa la palabra numinoso? En mi fuero interno me quedé en un trance muy peculiar, la palabra me parecía fonéticamente poética, pero más me atrapó cuando nos compartió la definición. Y la verdad que la pregunta más simple hubiera sido indiscreta y solo tenía derecho a hacerla una amistad de muchos años.
Yo había escuchado la palabra numismático, pero nada tiene que ver con eso. Nos dijo que numinoso define el momento cuando una persona se ubica frente al Creador, Dios mismo, y asimila la inmensidad de su grandeza frente a la sustancial pequeñez del ser humano. Nos preguntamos si en algún momento habíamos vivido esa experiencia.
Yo los escuchaba y escarbaba en mis recuerdos los pocos momentos numinosos que había tenido. Asumí que tiene que ver con vivencias muy especiales en la vida de quien lo haya experimentado. Va empatado con el anhelo de querer encontrar a Dios. Recordé que lo experimenté en la cima de tres cerros, que nos permitía contemplar la inmensidad de la creación frente a la pequeñez de todo lo humano. El efecto de profundidad y de pérdida de las dimensiones es terrible. Y no obstante, lo divino estaba allí.
El ateo malbarató la palabra. Atravesaron su mente una serie de ideas breves, incoherentes y extrañas. Y otra completamente absurda. Dijo que los momentos numinosos los tenía cuando encontraba que su ignorancia disminuía al descubrir una novedad científica. Absurdo como Albert Camus pero es válida su opinión. Mi amigo el católico sonrió con indulgencia y entornó los ojos. Le aprendemos a pesar de su irreverencia existencial pues su ateísmo no implica que un fuego diabólico brille en sus ojos.
En este momento tuvo lugar la segunda particularidad, que concernía exclusivamente a otra palabra que me iluminó nuevamente la existencia. El católico andaba desatado en sus aportaciones de vida, quizá fue porque era miércoles de ceniza, una creencia muy arraigada en él y que admiro la devoción con que la práctica, pues ubica el significado puntual de los elementos que la conforman.
El católico agarró vuelo desde la cabecera de la mesa en que se sentó y nos arrojó a la charla la siguiente palabra, todo un neologismo consumado, glotología. Yo entré en un paroxismo literario difícil de disimular, ni me interesaba hacerlo. Nos dijo que es la ciencia que estudia diversos idiomas. Me sorprendió saber que hay una palabra asignada para analizar las coincidencias de los diversos idiomas.
Al percatarme que a pesar de nuestras diferencias podemos aprender unos de otros, traje a mi mente las enseñanzas de Mijaíl Bulgakov, ucraniano nacido en Kiev por cierto, en el entendido de que mi obligación como escritor es luchar contra la censura por la diferencia de pensamiento, sea cual fuera esta y bajo cualquier poder que se dé, así como apelar a la libertad de expresión.
Querido y dilecto lector, soy un ferviente partidario de esa libertad, y creo que si algún escritor se propusiese demostrar que no la necesita se parecería a un pez que asegurase públicamente que puede prescindir del agua. Celebro a mis amigos y el reto que significa convivir en la diversidad de ideas.
El tiempo hablará.