Infancia es destino dice el psicoanalista infantil Santiago Ramírez Sandoval.
Pues finalmente llegó el último día de abril del año en curso y con él nos llega a todos el día del niño.
Dicen los que saben que la infancia es el período de la vida que determina a las demás etapas de nuestra estancia en este planeta tierra. Esto quiere decir que las experiencias que tengamos en la infancia, la forma en que resolvamos o no las crisis que se nos presentan en ese período de tiempo, tendrán un impacto indeleble en nuestra personalidad y conducta futuras en absolutamente todas las áreas de la vida.
El universo familiar que fue nuestro entorno en la infancia y las huellas que deja nos moldea nuestra vida de adultos y tienen una influencia en nuestra esencia más allá de lo que podamos imaginar. Mucha de nuestra fuerza existencial viene precisamente de cómo asimilamos ese pasado tan relevante para cada uno de nosotros.
La importancia y relevancia de la infancia, (verso sin esfuerzo) es porque es el momento en que ha sido para todos nosotros, gracias a una paternidad y/o maternidad, como una insólita nodriza que ha nutrido nuestro espíritu con leches de experiencias, vivencias y disciplinas que nos tiemplan la existencia para que nada nos quiebre el espíritu o nos rompa el alma por muy duras que sean las vivencias y los golpes propios de la vida. Todo gracias a ese instante supremo de nuestra vida llamado niñez o infancia.
Escribo la presente columna acompañado de la nostalgia musical de Frank Pourcel que como acto reflejo pone en mi mente los recuerdos de mi infancia. Y no es que éste destacado director de orquesta francés sea un ícono del espectáculo para niños sino que fue precisamente en mi niñez que entró a mi mente, pues mis padres lo ponían como fondo musical en la casa y sonaba por cada rincón de mi pueril pasado, parte relevante de mi universo familiar y de la cosmovisión que hoy tengo de la vida. Hoy comprendo por qué lo asocio con mi lejana infancia.
Hay momentos y sabores que se clavaron en nuestra memoria justo en esta etapa de la vida, cuando éramos niños y cuando esos olores o sabores llegan a nosotros ahora de adultos nos hace activar una acción que se realiza involuntariamente como respuesta instintiva e inconsciente del organismo a un estímulo externo que nos lleva irremediablemente a recuerdos que creíamos borrados.
Y si por alguna crueldad del destino o de la vida nos tocó vivir alguna desgracia en nuestra niñez, pues ahora con la mente de adulto curtido en que nos hemos transformado por lo ríspido de la vida, podemos confirmar con aire de plenitud que la adversidad educa a la inteligencia, y con eso salimos ganando. Podemos concluir olímpicamente que de esa forma se acaba el presidio de esa experiencia amarga, aunque no la condena de seguir sorteando vientos en contra.
Es en nuestra niñez donde pudimos apuntalar correctamente la admiración de las cosas bellas que nos hagan crecer como personas, pues de lo contrario nos podemos dar cuenta que con algunas pocas excepciones la admiración contemporánea no es sino miopía existencial.
Querido y dilecto lector, en mi lejana niñez aprendí que a veces la alegría no es solamente alegre, sino grande. Qué maravilla de sencillez es la mente de un infante. Su alegría se conforma con tan poco y lo proyecta tan grande como ser humano.
En días pasados observaba en el parque Olímpico a una madre con su hija muy pequeña; me gusta observar entes humanos para hacer novelas. Veía como la hija era tan feliz. Yo mismo me preguntaba qué merodeaba su cabeza que la proyectaba tan aparentemente dichosa. No pude definir su clase social pero pude aterrizar que en algunas personas detrás del vivir con poco, hay el vivir con nada, y sin embargo e puede ser feliz.
Hoy les decimos a los niños que, bueno es el amor pero con ciertos apéndices. Los convencemos o nos convencen de que la felicidad necesita de lo superfluo, pues ella, por sí sola no es más que lo necesario, y conviene sazonarla con artículos materiales, aunque también yo tengo en esto, mis puntos de socarrón. Pero bueno, me queda el consuelo de que cuando la gracia se mezcla con las arrugas es verdaderamente adorable.
Mis hijos ya no son niños, son adolescentes, lo sembrado ya quedó, solo les repito en medio de mis filosofías que el amor es la tontería de los hombres y el talento de Dios; que ante una infancia plena, el destino siempre tiene emboscadas y que muchas veces los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda nuestra vida desde la infancia, a veces caen por tierra; pero a pesar de eso, la vida es siempre bella.
El tiempo hablará.