Jorge Isaac, mi hijo.

Soy reiteradamente nepotista. Tanto que critique al presidente López Portillo por proyectar en la administración publica el amor por su hijo José Ramón con aquella legendaria frase: “El orgullo de mi nepotismo”; y debo reconocer que en ese caso no somos iguales pero somos muy parecidos, pues hoy intentaré proyectar en mis letras el mismo amor de padre que el entonces presidente transpiró por su hijo y por el cual fue acremente criticado.

La portentosa idea es dejar plasmada toda la emoción del amor de padre para lograr que las palabras que se lleva el viento puedan ser retenidas en la memoria, ofreciendo pinceladas de la vida familiar y de esa forma impedir que en la hemeroteca de cada hogar se pierdan todas las experiencias, los espacios de vida y el saber acumulado de cada familia. La intención es impedir que acaben en la nada del olvido.

Me queda claro que una buena historia familiar siempre atrapa, invade y fascina, y el nacimiento de mi hijo Jorge Isaac es motivo más que suficiente para convocar a todas las letras del abecedario y mostrarte una vivencia que seguramente no es solo mía, cada quien con su variante se identificará con este relato.
Desde la infancia crecí en un mundo doble, el real y el de las leyendas. Siempre prefería las historias épicas de nuestro piso que es la familia de cada quien, con sus aciertos y desaciertos. Mis padres idealizaban en sus relatos la vida de sus padres, mis abuelos, eso me cautivaba aunque después me salpicaba la cruda realidad. No eran malas personas, pero no eran perfectas.

Todos aspiramos a que nuestras vivencias familiares puedan perdurar y ser recordadas. Por eso creo que en toda familia debe haber alguien que se dedique al majestuoso acto de escribir, para que de esa manera poder alargar la vida de la memoria y evitar que el pasado se disuelva para siempre.

Siempre me emocionan mucho los comienzos; por mi temperamento de soñador que me lleva a ser escritor creo mucho en ellos, en los territorios de las primeras cosas. Por eso cuando el 6 de abril de 2000 nació mi primer hijo, Jorge Isaac, estaba en mi elemento. Era una dualidad, una situación de sentimientos encontrados. Miedo a lo desconocido pero fascinado por experimentar la bendición de poder ser padre, una de esas tantas vivencias con la que no se tiene un manual, solo se aprende sobre la marcha.

Y de repente, ahí estaba Jorge Isaac, un ser humano en sus inicios, el placer y la responsabilidad tomando forma en un bebé con toda su fragilidad, pero también con toda su fuerza, dueño absoluto del tiempo y el espacio; la repentina y damascena sensación de entender la paternidad, lo que antes sólo podía contemplar como un hecho lejano, ajeno y etéreo; todas esas vivencias surgen a tropel en mis recuerdos y aún hoy son tan intensas como debió serlo al momento de su llegada.

Mis ideas, o debo decir mis fantasías escritas en lo referente a ser padre cuando aún no lo era, me obligaban a pararme a pensar o soñar despierto para crear mis propios universos, pero nada de eso se compara con el culmen del embarazo de mi hijo primogénito Jorge Isaac.

Desde pequeño sus ojos me atrapaban y transitaban por toda mi existencia y quiero creer que su mente entendía lo que yo le decía. Su mirada pizpireta era todo un dialecto, código o universo que exigía entendimiento. Le daba todo en mi comunicación a cambio solo de balbuceos que para mí eran toda una pueril conferencia, y sus pocas expresiones comunicativas me llevaban a la certeza de que el idioma limitado entre nosotros no dejaba de ser un código de amor que trascendía al futuro de ambos, nos vinculaba desde entonces.

El tiempo avanzó y Jorge Isaac dejó de ser un bebé y dejó de ser un niño para convertirse en forma gradual e imperceptible en el joven adulto que hoy es. Mi corazón se resiste a aceptar que ya no es una creatura pueril y mi instinto amoroso de padre no tiene empacho ni recato para desbordarme con él con muestras de afecto, esas que a los post mileniales les resultan bastante penosas pero que abonan para el futuro en adultos fuertes e inteligentes. “Infancia es destino” decía mi madre para justificar y fortalecer las muestras de afecto por los hijos.

Querido y dilecto lector, en una ocasión nos sentamos mis hijos Jorge Isaac, Monserrat y yo, para inventar una palabra exclusiva de nosotros que proyectara la importancia del amor y que fuera siempre un vínculo entre nosotros. Una combinación de tres expresiones, Te quiero, te amo y te adoro. Surgió el acrónimo “Te Quiamodoro” que hoy dedico a mi hijo Jorge Isaac. Con un hijo como él es un lujo ser padre.

El tiempo hablará.

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