La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga. Mark Twain
La columna de hoy tiene que ver con una forma de apreciar la vida en nuestros tiempos y se refiere a las expresiones políticamente correctas o incorrectas. Y vaya que hay personas dentro de los medios que desarrollan su vida en función de detectar este tipo de situaciones. Hacen sus tormentas en vasos de agua.
En mi anterior columna, erróneamente, titulada “Los Minusválidos” utilicé esa palabra, pensando que la que yo mismo escribía era “Los Discapacitados”. Solo quienes escriben podrán entender la razon de los errores en un escrito. Y no me asusta exponerme ante el escrutinio público que califique mis palabras plasmadas en una columna. Con el devenir del tiempo he aprendido que un mismo escrito puede propiciar en la audiencia tanto flores como tomatazos. No escribe uno para que le aplaudan, escribimos para que se nos lea y propiciar una reacción en los lectores.
Sin embargo creo importante proyectar lo que mis maestros de español y literatura llamaban “fe de erratas”, lo cual es un método usual de edición posterior al escrito publicado, en el que los errores que se han detectado son identificados y señalados por así placerle al autor del mismo.
En una época como la actual en que algunas personas han hecho que el lenguaje utilizado para con las minorías se haya vuelto un poco dictatorial y han logrado darle importancia a las expresiones políticamente correctas o incorrectas. Por ejemplo, es políticamente incorrecto decir “Minusvalidos” o “Personas con capacidades diferentes”. Según las mismas personas afectadas en su físico por estos padecimientos lo correcto es “Discapacitados”.
En el mismo entorno surge la duda de cuál es el concepto correcto para identificar a una persona que no puede ver con sus ojos, valga el pleonasmo; ¿ciego o invidente? Pues resulta que nuestro amigo Jesús Segura, quien carece del sentido de la vista, nos dice que lo correcto es la palabra ciego y que a él no le afecta que le digan uno u otro concepto.
Y aun estos conceptos reconocidos por los mismos afectados no son correctos para quienes siempre quieren hallarle tres pies al gato. Es definitivo que las palabras hay que usarlas para construir y tender lazos y crear vínculos que no sean tóxicos. Cuando se vive de las palabras dichas uno debe procurar tener un muy amplio repertorio de las mismas, es decir un arsenal léxico que nos permita superar el escollo entre lo bien dicho y lo propiamente dicho.
Me viene a la mente aquellos tiempos en que comenzamos a sufrir entre escribir “Negros” o “afroamericanos” para referirnos a las personas de color obscuro en su piel. Comenzamos a vivir el tiempo en que era políticamente incorrecto aludir a los “Negros”. El mismo Víctor Hugo en “Los Miserables” (Título que hoy, con toda esta parafernalia léxica sería políticamente incorrecto) alude a los negros sin empacho alguno.
Querido y dilecto lector, si hacemos el hábito de leer, ya sea a Kafka o a Borges, a Quevedo o a Martín Luis Guzmán; al que sea menos el Libro Vaquero, como en su momento lo recomendó el hoy vilipendiado “Bronco”, gobernador de Nuevo León, podremos recuperar la bendita convicción de que las palabras bien dichas pueden obrar prodigios.
Por otro lado y del mismo modo, escuchando a ciertos conferenciantes, locutores y comunicadores he entendido que las palabras también pueden suscitar el horror o la imbecilidad tan refinada que, a su modo, también resulta milagrosa.
No pretendo ser el corrector petulante y pesado de nadie, hay a quienes se les da eso de andar metiendo las narices léxicas en vidas ajenas. La corrección léxica solo la aplico a mis hijos, ni siquiera a mis sobrinos, y solamente como una opción voluntaria, no como un decreto presidencial, que los mileniales y pos mileniales, ni a eso le hacen caso.
Debo agregar que me leo a mí mismo para no caer en lo políticamente incorrecto pero no es algo que me quite el sueño y me inhiba para seguir escribiendo. Aun no encuentro yo el secreto que me revele los verdaderos poderes y las verdaderas claves que pudieran dotar de magia a la palabra escrita en esta columna.
Finalmente, te contaré algo personal querido y sesudo lector. En alguna ocasión asumí que no existían las palabras particularmente mágicas: pero que todas, todas sin excepción podrían serlo si se pronuncian en el momento y en las condiciones indicadas.
Hace dieciocho años mi hijo mayor Isaac dijo en voz baja pero clara y audible: Papá. Luego alzó la cara y volvió a verme. Todos los dones y todos los prodigios descendieron sobre mí. Para decir lo que sentí, simplemente no hay palabras.
El tiempo hablará.