Antes de que AMLO ganara las elecciones, México amenazaba con sucumbir por aburrimiento agudo si no es por el momento que ha traído turbulencias políticas y sociales de todo tipo a este país, ante una opinión pública que entre la intransigencia y la apatía encuentra un acomodo lleno de tópicos y a veces sin idea alguna de a donde se pretende ir, como es el caso de la reciente aprobación por los diputados de Morena de la evaluación a los maestros. Solo se suspendió la susodicha evaluación pero no se propuso alguna acción que mejorara la educación. Están usando el congreso como campo de revancha, veremos a donde nos lleva eso.
Por otro lado, desde el punto de vista del equilibrio de poderes, este será un privilegio de los ciudadanos desde un lugar poco visible, nuestras computadoras en nuestras casas, pocos ciudadanos decidimos lanzar un grito de combate pues no vemos en el horizonte inmediato que algún poder legislativo esté dispuesto a ejercer su derecho y su deber frente a los ejecutivos establecidos, federal y estatal en prácticamente todos los estados de nuestra República Mexicana. No se trata de tumbar políticos, se trata de levantar proyectos propositivos que nos conduzcan a alguna parte, y no como lo están haciendo los diputados de Morena con su flamante mayoría, de quien sabe dónde hacia ninguna parte, al menos en lo que se refiere a su ultima mayoriteada.
Mi querido y dilecto lector, esto de quitar la evaluación a los maestros me tiene con el alma en un hilo y sumamente preocupado. Ahora resulta que los diputados de Morena avalan que no se debe evaluar a la persona que en teoría forjará el futuro de mis hijos; la civilización actual es una vasta conspiración contra todo asomo de vida interior y ahora debemos tragarnos esta sugerencia de la nueva mayoría asumiendo que no importa la calidad de persona que debe forjar con los padres el temple y el empaque existencial de nuestros dicentes.
Las circunstancias presentes de nuestro país son muy complejas y predican la necesidad de reconocer con lenguas de fuego las necesidades sociales, y la educación no es algo que pueda estar sin verificar la calidad de quien la imparte. Si se evalúan otras profesiones, no entiendo porque no evaluar a los maestros, más cuando su profesión tiene un efecto social inmediato. Aunque hablen en una docena de códigos diferentes; pero tristemente los gobernantes y los partidos desean ver resuelta primero—con cálculo dilatorio los unos, con apasionado deslumbramiento los otros—la cuestión de cosas totalmente irrelevantes. Veremos poco a poco si a esto se refería la cuarta transformación.
Espero que este fenómeno, llamado “Cuarta transformación” no se convierta en un dolorosísimo contraste que se extiende por toda nuestra vida pública y determine el punto de vista con que se juzgará los acontecimientos políticos que lejos estén del puerto al que legítimamente se aspira llegar para ser una mejor nación; y claro que la mirada no enturbiada por gafas partidistas pueda ver con doble nitidez las señales de advertencia para no dilapidar un capital político que indudablemente se tiene por ahora.
Frente a los ofensivos manejos que querrían reducir a la más ruda pelea tabernaria la competencia entre una cultura no poco orgullosa de su madurez, pero que hoy esta reducida al segundo y tercer lugar parlamentario, y una que se abre paso hacia arriba con fuerza, estrenando su mayoría como niño con juguete nuevo. En este contexto una palabra sincera quizá sea bienvenida. Y quizá pueda yo acariciar también la esperanza de que no se extinga sin efecto el grito de combate destinado a reunir a descontentos y oprimidos de todos los campos. Que anime a los espíritus oposicionistas que están por fin hartos del tono árido, que estimule a todos aquellos que se sientan con talento y ganas para formar una fronda decidida contra la corrupción de las camarillas y los exclusivismos en todos los ámbitos y que tenga eco en este imperio de partidos, nacionalmente obstruido, y no sólo entre los diputados de minorías, sensibles a cualquier fenómeno nuevo y fundamentalmente sutiles de oído.
El observador imparcial hará lo posible para repartir de forma justa la culpa entre el gobierno y los partidos: ciudadanos que tan sólo no infringen una ley, la de la inercia, que es la que permite a este Estado seguir en pie; representantes del pueblo a los que inquieta cualquier idioma menos la “lengua oficial interior” de la conciencia y que no cesan de discutir sobre las inscripciones en las escupideras de la Hacienda pública, mientras el pueblo confía sus necesidades económicas como secreto de confesión a unos oportunistas demasiado callados.
Hoy más que nunca cabe decir que la antorcha ilumine, pues, nuestro país en el que, contrariamente a cuanto ocurría en aquel Imperio de Carlos V, el sol nunca sale.
El tiempo hablará.