¡Los suspiros son aire y van al aire! ¡Las lágrimas son agua y van al mar! Dime, mujer: cuando el amor se olvida, ¿sabes tú a dónde va? Gustavo Adolfo Bécquer.
Un panegírico es un discurso o sermón en alabanza de algo o de alguien. Hoy, en una clara sintonía con el día comercial que se festeja, quiero con mis palabras instigar a acciones que se traduzcan en recuerdos, como las historias que ahora comparto contigo, apreciable amigo lector.
Tratando de lanzar la mirada sobre la vida real y atendiendo a que hoy es 14 de febrero, mi talante romántico me obliga a una columna romántica. Desde muy joven tuve impulsos de escribir cartas de amor. Una vez que se acomodaba el amor en mi vida sentía la necesidad de expresar la admiración implícita en la intensidad del sentimiento. Mi felicidad se cifraba en escribir mi emoción más que en leer la emoción que yo pudiera instigar. Era una grata sensación de melancolía que conducía al ensueño. Cuántos secretos pensamientos no ventilaba yo en mis juveniles escritos; y como antes no había internet era obligatoria plasmar el escrito en un papel, el cual invariablemente iba lleno de mi alma.
En mi lejana juventud, siempre pensé que el trueque de las almas solo puede establecerse entre personas dispuestas a no ocultarse nada. Eso es lo más parecido a un amor contundente, no a un amor a medias o simulado. La emoción que el amor producía en mi me hacía escribir cartas y poemas.
Mea culpa. Debo reconocer que muchas veces plagie poemas de Gustavo Adolfo Bécquer, quería amar con las letras que fluían de él, pero me incomodaba darme cuenta que no era yo. Todo terminaba en un desenlace prosaico que buscaba acomodar las fantasías encantadoras de mi juvenil entusiasmo pero, no dejaban de ser dulces trozos de papel.
Siempre fui un enamorado del amor, y aunque con el tiempo me convertí en un minotauro existencial, recuerdo que en mi juventud ese sentimiento me parecía algo luminoso y elevado de tal forma que anhelaba que nada empañara ese episodio de mi vida. Me gustaban las pasiones que arrollaban todos los obstáculos, aunque muchas veces los obstáculos eran algo así como el muro de Trump y de esa forma, en medio de las emociones, recuerdo que hablaba yo con Dios y le pedía mil cosas, pero él frecuentemente se quedaba mudo. Entonces yo quería encontrar en el objeto de mi afecto las respuestas que Dios no me daba. Me fascinaba la certidumbre de un cariño sin límites y sobre todo otorgado en la ignorancia de los miramientos sociales.
Como buen sanguíneo colérico tomaba actitudes dramáticas y me gustaba esa poesía que producía erupciones a la menor provocación del amor. Y así salían de mis escritos esos trozos ingenuos, ilusos y llenos de ternura que hoy en mi vida de adulto me causan nostalgia y cierta devoción en el recuerdo.
Cuando no era correspondido me comparaba con Adán el de Génesis. Y me consolaba pensando que el hombre solo en la creación era a la vez, arpa, músico y oyente. No suena mal. Pero cuando más intenso era el dolor venían a mí las palabras consoladoras que retumbaban en mi cabeza: Aun en el fondo del abismo nacen las flores.
Apreciado lector, después de leer algunas de mis confidencias en esta apología del amor, hazme el honor de no suponer en mi nada vulgar. Creo que el amor auténtico es un embriagador aroma que no debe ser arrasado por las vulgaridades de la vida que dicho sea de paso tengo el horror más profundo a la vulgaridad en este tipo de emociones.
Alguna vez llegue a pensar que el amor tiene sus ilusiones, y toda ilusión, su despertar. Ahí estriba la razón de tantas separaciones entre amantes que verdaderamente se creían unidos para toda la vida. Me gustaba ser prisionero del amor como lo soy ahora de la frialdad de mis cálculos mentales y en esa frialdad creo que la constancia del corazón es más estimable que lo que llamamos felicidad.
Con esa mística devoción por el amor me gustaba suponer que una mujer puede ser el compendio de cuanto puede trastornar el corazón y la cabeza de un hombre. Un trastorno para bien, valga la contradicción.
No pierdo de vista que las cartas que yo escribía eran la expresión del momento, aunque hoy creo que existen la vida invisible, la del corazón, a las que pueden bastarle unas cartas, y la vida mecánica, a la que muchos de nosotros concedemos más importancia. Esas dos existencias deben compaginarse.
Hoy estoy convencido que el amor autentico va de la mano de la verdad, y la verdad ama mucho la claridad y la trasparencia, y lo que no es así no es verdad.
Disfruta querido lector, de la melosa y quimérica fragancia de este día.
El tiempo hablará.