El problema de nuestra época consiste en que los hombres no quieren ser útiles sino importantes. Winston Churchill.
Ha sido un periodo de transición muy largo, de julio a diciembre son cinco meses que para unos pudieran parecer cinco minutos en el paraíso y para otros el mismo periodo de tiempo pero debajo del agua. La pregunta inevitable que viene a mi mente después de ser testigo de este momento histórico es si alguno de los protagonistas, del partido que sea, tiene aspiraciones para ser un hombre de Estado.
Mi querido y dilecto lector, permíteme ilustrarte, aunque parezca soberbio y petulante en esa pretensión, quiero ser muy claro en plasmar qué entiendo por “Hombre de Estado”. La definición es llana, simple y sencilla: Es un gobernante, condición indispensable, cuyas preocupaciones, acciones y visiones van más allá del tiempo y del espacio que le ha tocado vivir. En pocas palabras, más claro ni el agua. Que no se encuentra copado por las fronteras de su país ni los términos de su mandato. Que ve más lejos, en el espacio y en el tiempo. En una palabra poética que me seduce, me fascina y me cautiva: que trasciende ejerciendo en sus gobernados un influjo profundo y fecundo.
Visto esta que hoy en día muchos que gobiernan les importa un soberano y minúsculo cacahuate el ser catalogados como tal, hombres de Estado; y lo que les domina su entendimiento es simplemente la vulgaridad asquerosa y obscena de acumular riquezas. Creen que no se les ve en su fisonomía con lenguaje exaltado sus procaces intereses y dilapidan de esta forma la oportunidad de ser más que solo millonarios ex gobernantes, probando con ello, todos los resortes de lo patético y se consuelan con ese placer inmenso que produce a los mediocres saber que los famosos, los respetables, las celebridades, los decentes, están hechos también del mismo barro mugriento que los demás. Todo un diabólico prestigio combinado con una pestilente vulgaridad existencial.
Resulta profundamente lamentable asomarse a la historia de los últimos años de nuestro querido México y darnos cuenta que la figura del Hombre de Estado ha desaparecido. A veces con una evidente y socarrona nostalgia pareciera más bien que el Hombre de Estado es una especie en peligro de extinción, sino es que quizá ya debiéramos haber tocado las golondrinas.
Citaré algunos verdaderos y grandes hombres de Estado, desde el gran emperador chino Kangxi del siglo XVII, hasta Napoleón Bonaparte, y por supuesto, el ruso Lenin, el chino Mao, el yugoslavo Josip Brozel, mejor conocido como el mariscal Tito o el chileno Salvador Allende, que mucho podemos conocer de él por medio de su hija, la escritora Isabel Allende. No puede faltar en esta ilustre lista el insigne Churchill, ni el perilustre Roosevelt, y a riesgo que se me critique, el mismísimo alemán Hitler. En México, tristemente la lista es corta, la figura de Morelos es indiscutible. Y un poco menos indiscutibles, Obregón, Cárdenas y a riesgo de recordatorios maternos, el propio Salinas.
¿Qué hicieron todos estos personajes imperfectos citados para ser catalogados como Hombres de Estado? La respuesta está a la vista de quien hurga en la historia. Valiosas iniciativas que concitaron adhesiones externas surcando larguísimas aguas promisorias irrigando expectativas lejanas de su tiempo. Permítame, querido lector, dejarme llevar por el idealismo inherente del escritor, los conquistadores nunca encontraron fácil recorrer interminables trayectos inexplicablemente serenos.
Hoy por hoy, la evidencia nos dice que nos enfrentamos a un coro deplorable de personajes mezquinos que no ven más allá de un palmo de sus narices, y ese palmo sólo contiene intereses inmediatos y pecuniarios. Escuchar sus simulaciones de honestidad y de una prófuga inteligencia con sandeces solo provoca que el alma se nos vaya al suelo en automático.
Regreso a mis meditaciones al respecto con una fe aniquilada y con drama acentuado y una deliberada actitud teatral, en tono estridente me desgañito, no mi garganta sino el alma misma pidiendo con vehemencia que al menos haya entre las virtudes del presidente electo AMLO el sincero anhelo de ser un Hombre de Estado. Que sus caracteres sean la obra de la inteligencia universal y se distinguía de la gente de poder a la que estamos penosamente acostumbrados por su cultura y su exquisita educación. Aspira a ser genial por la actitud sin olvidar que el genio tiene siempre algo de histriónico, y sobre todo, lo tiene el aprendizaje de genio. Que asimile que estamos construyendo el edificio de nuestra futura reputación y gloria.
Toda este anhelo que pudiera parecer iluso lo planteo queriendo que vengan cosas mejores para todos los mexicanos. Tratando de superar cualquier hechizo que nos tenga sometidos a la desértica situación de hombres de Estado que nos aqueja en todos los niveles desde hace ya muchos días.
El tiempo hablará.